Cuando el investigador y educador de Minnesota (EE. UU.) Dan Buettner indagaba en 2009 en las causas de la longevidad en determinadas zonas del planeta, viajó hasta la isla de Icaria, un pequeño emplazamiento con olor a romero ubicado al sureste de Grecia donde la esperanza media de vida es de 90 años, cifra que no alcanza por sí solo ningún país del mundo (el más longevo es Mónaco, con 85). Buettner se reunió entonces con uno de los pocos médicos de la región, Ilias Leriadis, que tomaba relajadamente una copa de vino mientras iluminaba el misterio: “Nos levantamos tarde y siempre dormimos siesta. Yo no abro la consulta hasta las once de la mañana, porque nunca hay visitas antes. ¿Has visto algún reloj por la calle? No hay. Y si los ves, están rotos. No tenemos costumbre de consultar la hora. Cuando invitas a alguien a casa, puede aparecer a las diez de la mañana o a las seis de la tarde”. En Icaria, no existe la demencia senil y hay un 20 % menos de cáncer que en el resto del país.
Que la ausencia de estrés es pasaporte para una vida larga y saludable es algo que los expertos han repetido hasta la saciedad. La propia OMS señala este trastorno como una de las principales amenazas a la salud en el siglo XXI. También conocemos perfectamente el efecto que la alimentación, el deporte, el consumo de tóxicos o la contaminación ambiental tienen sobre nuestro organismo. Lo verdaderamente asombroso y revolucionario reside en una nueva certeza: los hábitos saludables pueden alterar nuestro ADN, que hasta hace bien poco parecía algo sagrado.
Según Manel Esteller, máximo investigador en la materia y director del programa de Epigenética y Biología del Cáncer del Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona, el estrés genera cambios hormonales y en los neurotransmisores, capaces de alterar nuestros genes. ¿Pero de qué modo? “Hasta ahora, considerábamos las células como meras lectoras pasivas de un manual de instrucciones, el ADN, que les dictaba cómo comportarse. Hemos cambiado este modelo rígido por uno más flexible. El manual se lee con tachones o subrayados (las marcas epigenéticas) que afectan a la palabra o a párrafos completos”, explica Teresa Roldán, catedrática de Genética y directora adjunta de Investigación en la Universidad de Córdoba. Estas marcas no alteran el ADN, pero sí su manifestación. Como ilustra Nessa Carey, directora de la farmacéutica Pfizer, el ADN sería el equivalente a la tragedia Romeo y Julieta, de Shakespeare, y la epigenética, el proceso que convierte la obra en una representación de teatro clásico o en una película moderna con banda sonora heavy. Podemos activar y desactivar genes a través de nuestro modo de vida. Aquello de “no lo puedo evitar, lo llevo de serie” ha dejado de surtir efecto. Porque alguien podría espetarle, y con razón: “Pues cambia tu propia serie”.
http://elpais.com/elpais/2014/09/17/buenavida/1410942267_076986.html
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